Por Libre Plume
En la actualidad, el poder en nuestra sociedad no reside en un solo lugar ni en un solo grupo. Las instituciones, que antes eran los pilares del poder y la estabilidad, han visto mermada su influencia y confianza por parte de la ciudadanía. Esta caída de las instituciones ha dado lugar a una fragmentación del poder, donde distintos actores luchan por su cuota de influencia.
Tradicionalmente, las instituciones del Estado y el sistema político han sido los principales centros de poder. Sin embargo, en los últimos años, hemos presenciado un desgaste significativo en su legitimidad. Los escándalos de corrupción, la ineficiencia administrativa y la falta de respuestas efectivas a las demandas sociales han erosionado la confianza de la ciudadanía. Esta desconfianza ha debilitado a los gobiernos y a las instituciones que representan, provocando una crisis de gobernabilidad.
La clase política, por su parte, atraviesa por su mayor momento de desprestigio. La polarización extrema y la falta de liderazgo genuino han contribuido a la percepción de que los políticos están más interesados en sus beneficios personales que en el bienestar común. Esto ha llevado a un distanciamiento entre los representantes y sus representados, acrecentando la fragmentación del poder y creando un vacío que otros actores están ansiosos por llenar.
En este escenario, el sistema político se muestra incapaz de adaptarse a las nuevas realidades y necesidades de la población. Los mecanismos tradicionales de participación y representación se ven desbordados por movimientos sociales que buscan nuevas formas de expresión y de influencia en la toma de decisiones. La ciudadanía, cansada de promesas incumplidas y de una política alejada de sus problemas reales, ha empezado a organizarse de manera autónoma, reclamando un protagonismo que antes no tenía.
El empresariado y las élites económicas, por su parte, han aprovechado este vacío de poder para afianzar su posición. En muchos casos, su influencia supera a la de las instituciones democráticas. Las grandes empresas y los grupos de interés económico ejercen una presión significativa sobre las políticas públicas, asegurándose de que sus intereses sean protegidos y promovidos. Esta concentración de poder económico no solo influye en la economía, sino también en la política y en la sociedad en su conjunto. Un arma poderosa en manos de estas élites son los medios de comunicación, de los cuales a menudo se han adueñado para transmitir sus mensajes. Controlando la narrativa, logran moldear la opinión pública y ocupar ese espacio de poder que las instituciones han dejado vacante.
Un aspecto fundamental de esta fragmentación del poder se manifiesta en el ámbito de la justicia. Los niveles de acceso y equidad en el sistema judicial reflejan claramente las desigualdades sociales y económicas. Los menos favorecidos, sin los recursos económicos necesarios, enfrentan enormes dificultades para acceder a una defensa legal adecuada. En contraste, aquellos con poder económico pueden permitirse abogados de alto nivel y ejercer mayores influencias, inclinando la balanza de la justicia a su favor. Esta disparidad no solo perpetúa la desigualdad, sino que socava la confianza en la justicia como pilar de una sociedad equitativa.
En definitiva, el poder se ha fragmentado. Ya no está concentrado en las manos de unos pocos, sino que se dispersa entre múltiples actores que compiten entre sí. Esta dispersión puede verse como una oportunidad para una mayor democratización y participación ciudadana, pero también conlleva riesgos de inestabilidad y de un mayor control por parte de las élites económicas. En este contexto, es fundamental repensar y reconstruir nuestras instituciones y sistemas políticos para que puedan responder de manera efectiva y justa a los desafíos del siglo XXI, devolviendo el poder a donde siempre debió estar: en las manos de la ciudadanía.